miércoles, 12 de octubre de 2011

15 DE OCTUBRE: DIA MUNDIAL DE LA MUJER RURAL


El próximo sábado, 15 de octubre de 2011, se celebra el
Día Mundial de la Mujer Rural




Las mujeres rurales de Canarias, portadoras y sintetizadoras de nuestra cultura y tradiciones, desempeñaron el papel de madres y padres, ejerciendo un auténtico matriarcado, aunque sin apartarse del canon que establecía la sociedad.La realidad presente y pasada ha ignorado su contribución, a sabiendas de que ellas han sido imprescindibles en las transformaciones acaecidas en el agro isleño.

Los datos estadísticos tampoco valoran su trabajo real, porque se refieren al cómputo global y no distinguen entre hombres y mujeres.a margnación social porque quedaban excluidas de los actos, reuniones y diversiones... pues debían mantener el recato y una conducta intachable para evitar ser censuradas...El aporte económico, social y cultural de las mujeres en el medio rural canario ha permanecido oculto.
Invisibles pero decisivas han sido las campesinas canarias, mujeres coraje capaces de solventar la problemática generada en su entorno; no en vano han propiciado el sustento a muchas generaciones. Ignoradas por una sociedad masculinizada que no ha sabido reconocer su mérito, pero la memoria colectiva da fe de ello.

De Teresa González Pérez es Catedrática de Escuela Universitaria. Universidad de La Laguna. Publicado en El Baleo, Boletín Informativo. Número 4, mayo 2003.

En nuestro país se ha vivido un espectacular desarrollo en las tres últimas generaciones en el medio rural, el hambre, la miseria y

la guerra vivida por nuestras abuelas, la emigración de nuestras madres y las oportunidades de formación para las mujeres de hoy, que además quieren quedarse a vivir en sus pueblos, pero quieren contar con servicios, infraestructuras y empleo,
y luchan por conseguirlo.

Por eso es fundamental la participación de las mujeres y sobre todo de las mujeres rurales, en todos los ámbitos de la sociedad y en lo
s procesos de toma de decisiones. Ésta es una de las cuestiones de género que necesita de mayores avances para la consecución de una igualdad real entre muje
res y hombres y una mejora de la calidad de vida de las mujeres especialmente de las que viven y trabajan en el medio rural.Son la cara invisible del campo canario. Durante décadas, su trabajo pocas veces ha sido considerado como una
actividad económica. La Asociación Insular de Desarrollo Rural de Gran Canaria
(AIDER) las inmortalizó ya hace un tiempo en el proyecto de investigación "Todo pueblo tiene sus mujeres." Los retratos de 63 luchadoras isleñas que, a lo largo de tres generaciones, ofrecen una mirada de historia viva, un viiaje al pasado, presente y futuro
de un paisaje agrícola y ganadero que muchos se resignan a ver desaparecer. Hoy día siguen sufriendo el síndrome de la invisibilización.

Cuánto hemos cambiado!. ¡Cuánto queda aún por hacer en ese largo camino de la
de la igualdad¡
...Tan sólo en el barrio de La Atalaya, las mujeres se hacían más visibles que los hombres, pues ellas eran las que se ocupaban de
fabricar las vasijas de barro, pero sin descuidar sus otras tareas de la casa-cueva y la familia; la alfarería era un “oficio de mujeres”. También fue importante su participación en la manufactura del tabaco, en aquella fábrica que existió a la entrada del pueblo y de la que la viajera Olivia M. Stone dejaría un testimonio valioso sobre elnúmero de mujeres trabajadoras en aquella centuria.
Cuadro de Cirilo Súarez.


Recuerdos de una actividad en el olvido:
Las talayeras de Santa Brígida1
Maria Guerra"La Quema" la ultima Alfarera de la Atalaya


María del Pino Rodríguez Socorro.

Master en Turismo y Doctora en Geografía por
laUniversidad de Las Palmas de Gran Canaria


Antonio Santana Santana
Profesor Titular de Universidad
Departamento de Geografía

Universidad de Las Palmas de Gran Canaria




RESUMEN



La paulatina desaparición de las alfareras del Pago de La Atalaya,
mujeres que dieron vida a una cerámica con señas de identidad propia en un hábitat, constituido por casas cuevas, supone la pérdida de los últimos componentes personales de un patrimonio cultural diferenciado, de gran valor cultural, en la isla. La “talayera” se convirtió no sólo en la artífice de la preservación del oficio del barro, sino de la creación de una sociedad peculiar que tanto interés suscitó a partir de principios del siglo XIX, convirtiéndole a lo largo del mismo siglo en uno de los lugares de visita obligada para los viajeros y exploradores que llegaban a la isla de Gran Canaria.

Introducción

El presente artículo es un avance del resultado de una larga labor de investigación que se inicia en 2004 con la elaboración y defensa de una tesis doctoral2 y que culmina, tras la publicación de varios trabajos3, en la realización de una serie de entrevistas a la última generación viva de alfareras del Pago de La Atalaya, grabadas a lo largo del mes de enero del 20074, en las que se registra el recuerdo personal de su pasado.Ante todo, nuestro trabajo pretende ser un homenaje, alejado de los tópicos al uso, a “la talayera”, la alfarera,
sometida a un reciente olvido por la sobrevaloración del papel de Panchito, el único hombre vinculado a la elaboración de la loza a través de su madre, La Bartola, durante la última etapa de la actividad artesanal en el pago. Sin embargo, la verdadera artífice, no sólo de la preservación del oficio del barro, sino de la creación de esta sociedad tan peculiar y que tanto interés suscitó a partir de principio del siglo XIX fue la mujer, la talayera, responsable, además, de la conservación y la transmisión del conocimiento alfarero generación tras generación.

Recuerdos de una memoria histórica olvidada

Nuestro contacto personal directo con las loceras se inició en el mes de enero de 2007 cuando, de la mano de nuestro introductor, Gustavo Rivero Vega, miembro de la Asociación de loceros y loceras (ALUD), tuvimos la oportunidad de acercarnos a las entrañas del pago alfarero de La Atalaya. Para nuestra sorpresa, en ese momento, entre los miembros de mayor edad de esta comunidad, cuya edad media ronda los setenta años, aún corría sangre alfarera y todavía conservaban vivos en su memoria los recuerdos de aquella época.

Aunque inicialmente nuestro primer contacto con esta comunidad no fue el que nosotros hubiésemos deseado, afortunadamente, pronto éste quedó en una mera anécdota puesto que, a medida que fueron trascurriendo los días, llegamos a ser aceptados sin reparos, lo que nos permitió entrevistar durante largas horas a ocho personas1. Así, cuando por primera vez nos acercamos a hablar con Carmelita, era una tarde fría y húmeda de invierno. El hecho de estar ante un extraño se apoderó del ambiente hasta el término de nuestra entrevista. Una cortina, que tapaba prácticamente su rostro a falta de sus curiosos ojos, separaba años y años de recuerdos de su juventud con el tiempo presente. Sin embargo, la confianza comenzó a tomar parte de la conversación, hasta el punto que acabamos sentados, frente a frente, en uno de los muros que trazan el camino hasta el Bajo Risco.


Una vida llega de penurias

Por medio de estas entrevistas constatamos cómo la infancia de las personas mayores de esta comunidad estuvo sumida en la miseria. La propia Carmelita recuerda como durante sus primeros años de vida la pobreza reinaba en el pago, pero eso sí “éramos gente trabajadora y luchadora y las talayeras tienen fama de esoTodavía me acuerdo cuando mi madre partía con un martillo el pan duro que podría conseguir para meterlo en la sopa o de las escandaleras que se producían por tener un caramelo para endulzar las tasitas de aguas”. En cada cueva habitada, además de la familia, había “una gallina, una cabra, un cochino, como medio de obtener alimentos y se veía como algo normalSe iba a lavar al barranco, porque no había ni agua en las cuevas. Fíjate que las madres se llevaban a sus hijos, y allí los desnudaban pa lavarles la ropa y poder traerlos limpios y bañados… Se ganaba poco dinero. Hace unos 50 años los hombres ganaban veinte y pico duros y eso no daba para sacar adelante a una casa de familia. La gente escapaba por los puntos que daba el Estado. Piensa que por cada niño nos daban 15 pesetas”.

Según María, durante su infancia en las cuevas “no había cuarto de baño, cocina ni nada. Todo lo que tú ves es nuevo de veinte o treinta años hacia acá, ahora se tiene baño dentro de las casas, una cocinita y se vive mejor!” Antonia recuerda cómo la elaboración de la loza era el medio para poder sobrevivir: Una vez, me acuerdo que yo llevaba cuatro tallas en un talego, cuatro tallas amarraitas así, y me caí y las rompí. Mi abuela lloró como una Magdalena diciéndome: ¡hay que me rompiste las tallas! El problema estaba en que ese día volvimos sin nada, sin nada para poder comer. Como no había dinero, el pago de una maceta era papas, calabacinos, piñas, de todo lo que tenían plantado y, en el tiempo de las castañas y las nueces, nos pagaban los “tiestos” -era así como le decíamos a las piezas de cerámica- con ellas”. Benigno, nos comentó al respecto “Era un medio de vida que venía de atrás. Mis tías, mis abuelas ya la elaboraban y es que aquí, no había otro trabajo sino la loza. Yo le puedo decir a Usted que los que tenían un duro y comida para poder alimentarse eran los que trabajaban la loza”.

Sin embargo, “algunas familias, las más pudientes, llegaban a contar con mujeres para adelantar el trabajo del día”, nos comenta Juana, nieta de Juana Narcisa, una de las mejores alfareras de su época. Esto no quería decir que fueran familias adineradas sino que dentro de la escasez generalizada, tenían una mayor y más continua forma de producir, por lo que las manos de la familia no eran suficientes para fabricar las piezas que se querían vender. Felipe nos recordó que “Rosario y la Bambana ayudaban a mi madre. Trabajaban ligeritas sobre todo haciendo macetas, aunque también le ayudaban a hacer casuelas, casuelos pa leche y tapas de tallas”. De aquí también se desprende la buena relación que existía, en aquel entonces, entre los vecinos: “Cuando íbamos a vender la loza salíamos dos o tres juntas y, la que iba vendiendo antes ayudaba a las otras a terminar”.

De aquella realidad y, aunque todavía quedan mujeres que saben trabajar la loza hoy en día no queda prácticamente nada, salvo la labor de la última alfarera, María “la quemá”, y los recuerdos en las memorias de las más viejas, de las últimas descendientes que guardan momentos inolvidables. Con María, pudimos retroceder en el tiempo y, con todo lujo de detalle, retomar cómo fueron sus duros días de aprendizaje. Como toda niña de su edad quería aprender a leer y a escribir, pero su abuela se empeñaba en que aprendiera a elaborar loza. Los estudios debían esperar: “Tú tienes que aprender. Dame el palo ese del cepillo, por favor... La puerta era esa, ella se sentaba ahí, cerraba la puerta un pisco pa cá y me dejaba a mí por detrás; ¿tú ves este palo?, le decía, pues este palo te lo comes tú si te levantas de ahí sin acabar una pieza”. En la actualidad María continúa trabajando en su cueva-taller, situado en el extremo norte del poblado, con su hermana Juana, y ambas aún esperan la llegada de algún visitante. Los bernegales, las jarras para el gofio, las tinajas para los frutos secos, los tostadores para el grano son, entre otras, las piezas que continúan elaborando.


Un sociedad matriarcal

Las mujeres eran las que se dedicaban a la elaboración y venta de las piezas de cerámica y, por tanto, eran ellas las que sustentaban la economía familiar y era, alrededor de ellas, donde giraba la vida cotidiana de la familia. De este modo, la unidad doméstica no se rompía ni se alteraba, pues se centraba en torno a un grupo permanente de mujeres -madres, hijas y hermanas residentes- que compartía los mismos intereses materiales y sentimentales.

Juan, hijo de Antoñita, nos recordó quienes eran algunas de las mujeres que hace medio siglo realizaban la loza: “estaba la madre de Panchito que era la Bartola, después un poco más acá estaba Luisita, la madre de Purita; debajo de Purita había otra que era la madre de “la rubia” que esa cueva la utilizó la madre de Pinito pa las flores y que luego siguió Antoñita. Aunque Antoñita también llegó a vender flores, sin embargo la florera fue su hermana, Carmita. Después, si seguimos paquí, estaba Cha Juana Narcisa, que era la que mejor trabajaba, más fina porque se dedicaba a hacer cositas pequeñas, a tostadores y cosas de esas, muy bien acabadas. Por la calle de abajo, Las Cañadas, estaba Carmita y si seguimos por la Calle del Horno, estaba la madre de Antoñito el perra chica, abuela del muchacho que tiene el transporte abajo en la Cruz y, ya luego estaba Pinito, que hacía la loza donde hoy la elabora María”. Felipe nos señala la cueva donde trabajaba su madre junto a su abuela Ana y comenta que su abuela “murió con noventa y tantos años; y recuerdo como la subía de manos hacia la cueva taller, yo tendría ocho o nueve años. Se sentaba aquí; aquí le traía el desayuno, estando todo el día trabajando. Ya por la tarde, al oscurecer la bajaba de nuevo a su cueva”. Antonia, recordó no sólo el papel matriarcal ejercido por las madres y abuelas durante su infancia sino la constancia por mantener vivo su medio de vida para lo que vivió, como María, una lucha constante entre sus ganas de aprender a leer y a escribir y la obligación marcada por su abuela y por la supervivencia: aprender a elaborar la loza.

Pero aunque la dedicación al oficio de elaboración de cerámica era exclusiva de las mujeres, los hombres eran los encargados de garantizar el suministro de los materiales, el barro, la leña, el almagre, la arena, del horneo de las piezas y, a veces, de su venta. Tenían muy definido su papel en la elaboración de la loza y “ayudaban cuando había que llevar la loza al horno, para guisarla. Se llevaba al horno que está aquí atrás, cerca de la casa de María; luego ayudaban a buscar la leña por todos lados para no tener que comprarla. No había dinero. Se traían las cepas, sarmientos y los restos de la poda de los árboles de los alrededores”. Faustino recuerda, mientras observa dos piezas elaboradas por su suegra, Cho Dolores, cuando iba a la Finca “del Chocolatero” a recoger la poda de las parras para los hornos, aunque a veces había que ir caminando hasta la Cumbre para “apañar” un pequeño “jace de leña” y traerlo a hombros junto al almagre, como si fuéramos una auténtica bestia, y cuando alquilaban, entre tres o cuatro alfareras, la camioneta de Antonio Guillermo para llevar las piezas al mercado de Las Palmas todos los domingos.

La producción y venta de la loza

La producción abarcaba una amplia gama de piezas, como bernegales, jarras de gofio, tinajas para frutos secos, tostadores para el grano, gánigos, lebrillos, sahumadores, braceros, fogueros, hornillas, etc, cuya producción comenzó a disminuir pualatinamente a medida que se generalizaron, entre la población campesina grancanaria, los calderos de metal a partir de los años veinte, el butano a partir de los años cincuenta y los recipientes de plástico en los setenta.

La cerámica estaba muy mal pagada y ésta fue la razón por la que las alfareras de la postguerra, en una época de penuria generalizada, preferían el trueque, cambiando la loza por víveres, frutas y hortalizas de temporada: papas, millo, castañas o cualquier otro producto de la tierra. Juana comentó que “incluso las señoras que ya conocían a mi abuela desde hacía mucho tiempo, hacían el trueque y cambiábamos la loza por carne de cochino, por papas, por piñas. ¡Por lo que nos dieran, vaya! Era el tiempo del hambre y de la miseria”.

El lugar principal de venta era el Mercado de Las Palmas y la Plaza del Puerto. “Nosotros nos poníamos a vender en el Puente Palo. Había una casa de madera y entre ésta y la boca del barranco era nuestro sitio”. La calle que baja hoy delante de la Plaza del Mercado, la llamaban el “tinglao” porque allí se repartía toda la mercancía en carros para el Puerto. “Como ir en el tranvía nos costaba un real, íbamos y veníamos andando para luego subir a La Atalaya, de nuevo”. Otros lugares de venta eran Telde, Ingenio y Agüimes, y las medianías y zonas montañosas del centro. María, nos recordó una de sus experiencias en la venta en sur de la isla: “mi padre me llevó a Sardina del Sur una vez. Era muy pequeña y por eso llevé un bernegal de esos chicos, porque no podía con más peso. Caminando ladera abajo y descalcita, junto a mi hermano, que era más chico, nos cogió un tiempo de agua que tuvimos que coger por un barranquillo hasta llegar a la carretera principal. No vendimos na y no pudimos comer, hasta que una señora nos encontró y con la pena que le dio, nos compró un bernegal. Menos mal que pasó un camión de los que llevaban tomates y nos trajo hasta Telde. Ya después vinimos caminando hasta La Atalaya, llegando con la amanecida”. Hacia el interior, según Juana, las talayeras se adentraban hasta Ariñez y a La Yedra. En muchas ocasiones, además de loza llevaban flores de temporada. Antonia nos comentó cómo acompañaba a su abuela a vender la loza “a La Lechuza, a San Mateo y a Telde, a donde fui varias veces con mis dos tías floreras. Mi abuela era alfarera y luego mis tías se dedicaban a la venta de flores en la Plaza del Puerto…Yo iba a Telde a comprar las flores, para venir a cuestas con ellas, caminando por toda la carretera del Palmital hacia La Atalaya”.

1 Antonia, Benigno, Felipe, José, Juan, Juana, María del Carmen y María “la quemá”.